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El mito de Sísifo hoy: cuando la vida te pone una roca en las manos

El mito y su vigenciaSísifo, según cuenta la tradición griega, fue el rey de Éfira, una ciudad próspera que más tarde conoceríamos como Corinto. Su figura ha pasado a la historia no por sus conquistas militares ni por su sabiduría política, sino por su ingenio: era un hombre capaz de retar a los dioses con la inteligencia como única arma. Su mente calculadora, persuasiva y siempre dispuesta a manipular las…

El mito y su vigencia

El mito y su vigenciaSísifo, según cuenta la tradición griega, fue el rey de Éfira, una ciudad próspera que más tarde conoceríamos como Corinto. Su figura ha pasado a la historia no por sus conquistas militares ni por su sabiduría política, sino por su ingenio: era un hombre capaz de retar a los dioses con la inteligencia como única arma. Su mente calculadora, persuasiva y siempre dispuesta a manipular las circunstancias a su favor le permitió prosperar en un mundo gobernado por deidades imprevisibles, pero también lo llevó a su perdición.

Su historia comienza como la de muchos reyes: con ambición y deseo de control. Sísifo no aceptaba que el destino estuviera en manos ajenas, y menos en las de los dioses. Por eso, cuando Zeus raptó a Egina —la hija del río Asopo— y trató de ocultarlo, Sísifo vio una oportunidad. Reveló la verdad al padre de la joven a cambio de una recompensa tangible: una fuente inagotable de agua para su ciudad. Para los hombres, ese trato fue una muestra de astucia; para los dioses, una ofensa intolerable. Había osado traicionar la discreción divina y lucrarse con el secreto de Zeus. Aquella primera transgresión no fue castigada de inmediato, pero el destino ya había tomado nota.

La segunda falta de Sísifo fue aún más atrevida. Cuando llegó el momento de morir, Tánatos —la Muerte personificada— descendió al mundo de los vivos para llevárselo al Hades. Pero Sísifo no se resignó. Con palabras dulces, promesas y su encanto manipulador, logró encadenar a la propia Muerte. Y mientras Tánatos permanecía prisionero en el palacio del rey, el mundo se sumió en un desequilibrio monstruoso: los hombres ya no morían, las guerras no terminaban, el dolor no encontraba reposo. Incluso los dioses comenzaron a temer las consecuencias de un mundo sin muerte. Finalmente, Ares, el dios de la guerra, liberó a Tánatos y devolvió a Sísifo al orden natural. Pero el rey no se había rendido: aún le quedaba un truco más.

Ya en el inframundo, Sísifo volvió a demostrar su astucia. Convenció a Perséfone, la reina del Hades, de que lo dejara volver temporalmente a la superficie para castigar a su esposa, que —según él— había descuidado sus ritos funerarios. Perséfone, movida por la compasión, accedió. Y Sísifo, una vez de nuevo bajo la luz del sol, se negó a regresar. Gobernó su reino como si la muerte fuera solo un rumor. Durante años disfrutó del vino, del mar y de la compañía de los hombres, burlándose de los dioses con su sola existencia. No fue hasta que Zeus, irritado por su desafío, ordenó su captura definitiva cuando el castigo eterno se hizo realidad.

Su condena fue simple en apariencia pero devastadora en esencia: empujar una roca gigantesca hasta la cima de una montaña. Cada vez que estaba a punto de alcanzar la cumbre, la piedra rodaba cuesta abajo, y Sísifo debía comenzar de nuevo, una y otra vez, sin descanso ni esperanza. No había victoria posible, ni redención, ni pausa. Solo el ciclo infinito del esfuerzo inútil. Ese era el castigo perfecto: un trabajo interminable, sin propósito, sin gloria y sin posibilidad de escape. Era la representación más pura del absurdo.

Pero lo que hace que el mito de Sísifo sea inmortal no es la crueldad de su castigo, sino lo que simboliza. Sísifo es la imagen del ser humano frente a la repetición, frente a lo inevitable, frente a lo que se escapa de nuestro control. Representa la consciencia que no se rinde ante la falta de sentido, el espíritu que sigue empujando incluso cuando sabe que no alcanzará la cima. Su cuerpo está condenado, pero su voluntad no. Y ahí reside su grandeza: en que los dioses pudieron imponerle un destino, pero no pudieron arrebatarle la actitud.

Camus, muchos siglos después, entendió que esa imagen contenía una verdad profunda sobre la existencia. La vida, decía, es absurda. Pero el hecho de reconocerlo no implica desesperación; implica libertad. Si todo es absurdo, también somos libres de otorgarle nuestro propio sentido. En ese gesto silencioso —el de Sísifo aceptando su roca— hay una forma de victoria, una afirmación de la vida. La roca no desaparece, pero el sufrimiento se transforma en consciencia. Y la consciencia, a su manera, es un triunfo.

Cuando el mito se hace personalNo hace falta ser un rey ni burlar a los dioses para entender lo que vivía Sísifo. A veces basta con abrir los ojos un lunes por la mañana, sentir el peso del despertador, la rutina que se repite, el mismo trayecto hacia el trabajo, los mismos gestos que se encadenan uno tras otro. Todos hemos sentido, en algún momento, que la vida se repite demasiado, que los días son un bucle del que no sabemos cómo salir. Hay mañanas en las que parece que ya lo hemos vivido todo: las mismas preocupaciones, los mismos correos, las mismas palabras. Y sin embargo, cada jornada trae su propia versión del mismo esfuerzo, una especie de eco que se multiplica en el tiempo. Esa sensación de estar avanzando y, sin embargo, seguir en el mismo sitio; esa mezcla de cansancio, lucidez y una pizca de resignación que solo se experimenta cuando el esfuerzo se vuelve rutina y el entusiasmo se disuelve lentamente en lo cotidiano.

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Cuando el mito se hace personal

He tenido etapas así, largas, en las que cada jornada parecía un eco de la anterior, un bucle en el que todo se repite con leves variaciones. No era tragedia ni desastre, solo una especie de inercia vital, un desgaste lento, como una cuerda que se tensa cada día un poco más. La roca se disfrazaba de proyectos que no terminaban nunca, de compromisos que pesaban más de lo esperado, de responsabilidades que me exigían más de lo que podía dar. Había días en los que parecía que la montaña no tenía cima, que el esfuerzo se diluía en el aire antes de llegar al punto más alto. Y sin embargo, en medio de esa repetición, había algo que me mantenía en pie: una intuición, quizás, de que empujar la roca no era una condena sino una forma de estar vivo. Esa certeza mínima, casi invisible, se convertía en una brújula silenciosa: mientras haya algo que empujar, hay algo que aprender.

El cansancio del que hablo no es el del cuerpo, ese se cura con descanso. Es otro, más sutil: un cansancio del alma, un agotamiento del propósito. Hay un punto en que el cansancio deja de ser físico y se vuelve existencial. Es el momento en que te das cuenta de que lo que pesa no es el trabajo en sí, sino la sensación de que no lleva a ninguna parte, de que estás repitiendo actos sin huella. Pero también descubrí —y esto no se aprende de golpe, sino a base de muchas subidas y bajadas— que el sentido no aparece mágicamente: se construye, como se construye una escalera de piedra, peldaño a peldaño. Que incluso en el esfuerzo más monótono hay una posibilidad de belleza si lo haces con presencia, si entiendes que cada repetición, aunque parezca idéntica, contiene una leve variación, un matiz, una enseñanza. Que aceptar la roca no es resignarse, sino elegir subirla de una manera diferente, con más conciencia, con más calma, con una dignidad que solo da la aceptación profunda.

Cuando dejas de pensar en lo injusto del peso y empiezas a observar la forma en que lo llevas, algo cambia. Ya no eres un prisionero, eres un participante. Dejas de ser víctima del ciclo y te conviertes en su artesano. Aprendes a notar las pequeñas diferencias: la textura de la piedra, el aire de la mañana, el sonido de tus pasos sobre el suelo. La roca sigue cayendo, pero tú aprendes a empujarla con un ritmo más sabio, más tuyo. A veces incluso puedes encontrar placer en la repetición, como quien descubre un patrón oculto en un ruido constante, o un compás secreto en un movimiento que parecía mecánico. No hay aplausos, no hay espectadores, pero sí hay una verdad profunda que emerge en medio del esfuerzo: estás vivo, estás haciendo, estás aprendiendo. Y tal vez ese sea el mayor triunfo de todos, entender que la roca, más que un castigo, es la prueba tangible de que todavía existes, de que sigues en movimiento, de que la vida —aunque repetitiva, aunque pesada— aún te ofrece la oportunidad de darle sentido.

Sísifo en la era modernaSi los griegos veían en Sísifo la soberbia castigada, nosotros podríamos verlo como un reflejo del trabajador contemporáneo, del creador que lucha con su obra, del padre o la madre que cada día repite el mismo ritual con amor y cansancio, del estudiante que vuelve sobre el mismo temario, del autónomo que factura y persigue pagos con el mismo tesón, del sanitario que encadena turnos, del cuidador que sostiene silencios. La modernidad ha multiplicado nuestras rocas hasta volverlas invisibles de tan presentes: el correo electrónico que nunca llega a cero, los mensajes repartidos en cinco plataformas, los plazos que se solapan como placas tectónicas, las notificaciones que interrumpen justo cuando encontrabas el hilo, las métricas que prometen medirlo todo y terminan midiéndote a ti. Creemos que vivimos más rápido porque todo vibra en el bolsillo, pero en realidad solo estamos subiendo más pendientes con más peso, cargando, además, con el ruido que antes no existía: el de la comparación constante, la prisa ajena convertida en mandato, la sensación de atraso permanente.

Hay días en que la jornada comienza antes de levantarte: ya has respondido tres mensajes, has repasado titulares, has visto el éxito de otros en una pantalla que lo simplifica todo. Sales con la roca a medio subir, sin haberla tocado. Y cuando por fin te sientas a trabajar, la colina se ha multiplicado en microcuestas: una reunión que pudo ser un correo, un correo que pudo ser una línea, una línea que pudo ser un silencio. En ese laberinto, la tarea principal —tu roca verdadera— pierde relieve, como si el paisaje conspirara para que nunca tuvieras las dos manos libres.

El creador contemporáneo empuja una roca peculiar: no basta con hacer, además hay que contarlo, editarlo, titularlo, posicionarlo, responderlo, mantenerlo vivo en el flujo insaciable de lo nuevo. La obra ya no termina cuando se firma: empieza su segunda vida en la intemperie de los algoritmos, donde la constancia es virtud y castigo a la vez. El trabajador por cuenta ajena empuja otra: objetivos trimestrales que cambian con cada informe, herramientas que prometen eficiencias mientras exigen nuevas gestiones, plataformas que centralizan y dispersan al mismo tiempo. El hogar, por su parte, es una colina estable donde todo vuelve: platos, ropa, compras, listas, conversaciones pospuestas. Y en medio, la persona, intentando que ninguna roca eclipse su salud, su descanso, su ternura.

Vivimos en una época que idolatra el logro pero desprecia el proceso. Nos enseñan a celebrar el resultado, la foto del final, el anuncio, la medalla, el número redondo, y a ocultar el taller, la paciencia, los borradores, las mañanas sin brillo. Pero la mayor parte de la vida ocurre en el proceso: en el camino, en el intento, en la insistencia, en la capacidad de volver a empezar con una suavidad que no sale en las estadísticas. Ahí es donde Sísifo nos habla al oído y nos recuerda que el sentido no está al final, sino en la forma en que subimos la colina; que la piedra quizá no cambie, pero nuestras manos sí pueden aprender otro agarre, otro ritmo, otra respiración.

Es tentador creer que una herramienta más resolverá la pendiente, que una metodología perfecta eliminará el esfuerzo, que un curso acelerado nos devolverá un atajo. A veces ayudan, claro; pero la mayor trampa es posponer la subida esperando el equipo ideal. La técnica tiene valor cuando acompaña al temple, cuando convierte la repetición en artesanía. Un panadero no amasa para terminar cuanto antes, amasa para que el pan exista; un músico no repite escalas para coleccionar repeticiones, sino para habitar mejor cada nota; un corredor no entrena para evitar la fatiga, sino para dialogar con ella. La vida cotidiana, sin cámaras ni aplausos, también puede llevar esa dignidad del oficio: hacer hoy lo que hay que hacer, con la mejor postura que sepamos, sin exigirle a la colina que sea otra.

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Sísifo en la era moderna

La aceleración tecnológica ha creado nuevas formas de pendiente. Trabajar desde casa puede ser una bendición, pero también una colina sin linderos, donde el descanso se difumina y la roca se te cuela en el salón. La hiperconexión promete comunidad y a menudo entrega exposición: cuanto más nos mostramos, más sentimos que debemos mostrarnos. Y en ese intercambio, la medida del éxito se desliza hacia fuera, como si la cima estuviera en miradas ajenas. Sísifo nos devuelve hacia dentro: la cima es un lugar del cuerpo, un acuerdo íntimo entre lo que haces y lo que dices que te importa.

En el terreno de las relaciones, la modernidad añade pendientes sutiles. Queremos conversaciones profundas con tiempos de mensajería instantánea. Queremos disponibilidad continua sin renunciar a la presencia real. Queremos escucharnos sin apagar el mundo, y a veces nos cuesta aceptar que la escucha, como la subida, exige manos libres. Cuando una pareja decide reservar una hora sin pantallas para hablar, cuando una familia convierte en ritual el paseo después de cenar, cuando un amigo responde tarde pero con verdad, están diciendo: esta roca merece dos manos; no la subiré en multitarea.

Podemos leer así el consejo de Camus, sin solemnidad ni dogma: hay que imaginar a Sísifo feliz porque ha decidido su modo de empujar. Esa felicidad no tiene que ver con la euforia ni con el milagro de una cima inmóvil, sino con la aceptación activa, con la serenidad de quien entiende que la vida no es un problema que haya que resolver, sino un movimiento que hay que habitar con cierta elegancia. Quizás el secreto esté ahí, en un gesto que apenas se ve desde fuera: no en dejar de empujar la roca, sino en aprender a hacerlo con amor propio, protegiendo el descanso como parte del trabajo, cuidando el cuerpo que empuja, honrando el silencio que ordena, y concediéndote el permiso de fallar sin convertir el tropiezo en identidad.

Cuando se vive así, la modernidad no desaparece ni se vuelve fácil, pero la colina deja de ser enemiga. Empiezas a reconocer los falsos atajos, a decir que no sin culpa, a distinguir entre lo urgente y lo importante, a mirar el reloj no como un látigo, sino como un marco amable. Y en medio de todo, mientras el mundo acelera, descubres un ritmo que no te rompe: tu manera de subir.

Ejemplos contemporáneos del mitoTodos llevamos una roca distinta. Algunos empujan la del trabajo sin fin; otros, la del cuidado invisible, esa que consiste en sostener a otros mientras apenas te sostienes tú. Hay quienes cargan la roca de la ansiedad, del perfeccionismo, de la comparación constante con los demás. Otros llevan la del duelo, la de un amor perdido, la del miedo al fracaso. Pero todos, de un modo u otro, sabemos lo que es levantarnos sabiendo que la roca sigue ahí, esperándonos.

Basta mirar alrededor para reconocer esas rocas modernas. El emprendedor que abre cada mañana su negocio sabiendo que el esfuerzo de hoy solo servirá para cubrir los gastos de ayer. Empuja su roca con facturas, clientes impacientes y la incertidumbre de si mañana podrá seguir haciéndolo. Sin embargo, cada vez que abre la persiana, hay un pequeño triunfo: desafiar al peso del miedo y mantener la rueda girando.

La madre o el padre que concilia, que trabaja fuera y dentro de casa, lleva otra roca distinta: la del tiempo que nunca alcanza. Su montaña es el reloj, y la roca es el cansancio. Cada noche, cuando el silencio llega y las luces se apagan, siente que subió la colina entera para verla rodar al amanecer siguiente. Pero también aprende, poco a poco, que en la repetición hay amor, que cuidar sin pausa también construye sentido.

El estudiante que se prepara para un examen que parece no llegar, o el opositor que estudia durante años sin garantías, encarna otro tipo de Sísifo. Su roca se llama paciencia. Cada página le pesa como una piedra, y sin embargo, hay algo en ese ritual que lo transforma. No es solo conocimiento, es carácter. Su subida diaria lo convierte en alguien distinto: más disciplinado, más consciente del valor del tiempo.

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Ejemplos contemporáneos del mito

Y está también la roca invisible de quienes luchan con la ansiedad o la depresión. Su montaña no siempre se ve, pero pesa en cada gesto. Suben despacio, a veces sin fuerza, pero con un mérito inmenso: levantarse cuando la mente dice que no vale la pena. Esa batalla silenciosa es una de las más cercanas al mito original. Porque Sísifo, como ellos, sigue subiendo aun sabiendo que la piedra volverá a caer, y lo hace con la esperanza, o al menos con la dignidad, de volver a intentarlo.

Hay también una roca colectiva, la que empujan quienes trabajan en sanidad, en educación, en servicios públicos. Profesiones donde el esfuerzo parece no tener fin, donde los resultados nunca bastan, donde la gratitud llega a destiempo. Su montaña es la burocracia, el desgaste, la falta de reconocimiento. Y aun así, regresan cada día, no porque crean que la roca un día se quedará arriba, sino porque entienden que su esfuerzo sostiene la vida de otros.

Incluso la tecnología nos ha regalado nuevas rocas: el trabajador remoto que no desconecta, el creador digital que mide su valor en likes, la persona que busca descanso en un mundo que no permite detenerse. Cada uno empuja su piedra con los dedos sobre un teclado, con los ojos sobre una pantalla, con la mente atrapada en la velocidad de lo inmediato. Su cima es un descanso que siempre parece posponerse.

Yo también la he sentido. Y he aprendido que no se trata de deshacerse de ella, sino de aprender a reconocer su peso sin dramatismo. A veces la roca pesa menos cuando dejas de resistirte a su existencia. Hay una sabiduría callada en quienes saben convivir con lo inevitable sin perder la alegría. Esa serenidad no significa rendirse; significa mirar la roca de frente y decirle: “aquí estoy otra vez, pero hoy la subiremos a mi manera”.

La enseñanza profunda del descensoLo más poético del mito, quizás, no es la subida, sino el descenso. Camus lo intuyó: ese momento en que Sísifo baja la colina a por su roca no es derrota, es descanso. Es su instante de conciencia, el intervalo en el que el cuerpo afloja los hombros y la mente, sin espectadores, se permite comprender. Es cuando mira la piedra desde abajo, cuando reconoce la magnitud de lo que pesa y, aun así, lo acepta sin dramatismo. En ese breve tramo de silencio se revela toda la dignidad del ser humano: la dignidad de quien respira hondo, cuenta sus pasos, toma nota de lo aprendido y no confunde pausa con rendición.

Porque la vida es eso: una sucesión de ascensos y descensos, de empujes y retornos, de tardes largas y madrugadas claras. Y no hay crecimiento sin caída ni lucidez sin reposo. El descenso no es el fin del esfuerzo, sino su complemento necesario; es el gesto del artesano que limpia la mesa antes de iniciar otra pieza, del corredor que camina unos metros para recuperar el pulso, del músico que deja que el último acorde se apague para escuchar lo que aún vibra. En el descenso se ordena el caos de la subida: se reubican las prioridades, se corrigen vicios de postura, se reconoce dónde apretaste de más y dónde faltó temple. Se levanta la mirada y aparece el horizonte con una sabiduría nueva, no por revelación mística, sino por la humilde contabilidad de lo vivido.

Hay descensos que son minutos —un paseo lento alrededor de la manzana, dos vasos de agua, una ducha sin prisas— y hay descensos que son estaciones enteras de la vida: tiempos de luto, de cambio, de reajuste, de silencio fértil. En todos se practica lo mismo: una atención suave que repara. El cuerpo aprende a soltar los puños, la respiración encuentra un compás más amplio, la mente admite sin vergüenza que necesita bajar para poder volver a subir. En ese reconocimiento hay una forma de valentía madura: no la del impulso que rompe, sino la del cuidado que sostiene.

El descenso permite también agradecer. Agradecer al propio esfuerzo por haber llegado hasta donde llegó, agradecer al error por su información exacta, agradecer incluso a la piedra por lo que enseña de uno mismo. Agradecer no anula la fatiga, pero limpia la mirada. Y con la mirada más limpia, la roca deja de parecer un enemigo personal para volver a ser lo que es: una tarea, un compromiso, un tramo del camino que merece respeto.

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La enseñanza profunda del descenso

Prepararse para el siguiente empuje no consiste en prometer que ahora sí será fácil, sino en afinar el método. A veces el aprendizaje es técnico —cambiar el punto de apoyo, elegir otra hora del día, pedir ayuda— y a veces es íntimo —recordar por qué empujas, con quién quieres compartir la subida, qué parte de tu orgullo puedes dejar al pie de la colina. El descenso, entendido así, es un taller silencioso: se repara la herramienta, se enciende una luz pequeña, se escribe una línea para mañana. No hay épica, hay oficio. Y ese oficio, repetido con paciencia, acaba transformando la relación con la montaña.

Es el momento en que uno se prepara para volver a empezar, pero con un corazón más tranquilo, con un gesto menos violento, con una confianza discreta que no necesita proclamas. La roca seguirá rodando, como dicta el mito, pero el caminante habrá cambiado un milímetro la manera de recibirla. Y a veces, en la vida real, ese milímetro es toda la diferencia: lo que separa el agotamiento de la serenidad, la queja del compromiso, el ruido de la música interior que marca el paso de la siguiente subida.

La libertad de elegir cómo empujarSísifo, al final, encarna la libertad absoluta. Los dioses pueden obligarlo a empujar, pero no pueden decidir con qué actitud lo hace. Ese pequeño margen —esa sonrisa, esa calma, esa ironía— es donde reside su victoria. No hay poder más grande que seguir eligiendo cómo vives incluso lo que no puedes cambiar. La verdadera insurrección no está en romper la roca, sino en gobernar el gesto con el que la tomas entre las manos: espalda larga, respiración acompasada, mirada que no se acelera, una disciplina íntima que convierte el castigo en oficio. Elegir la actitud no elimina la pendiente, pero la vuelve habitable; cambia la textura del esfuerzo y te devuelve una parcela de soberanía que ningún dios puede confiscar. Esa elección, repetida mil veces, forja carácter: te enseña a distinguir entre el dolor inevitable y el sufrimiento añadido, entre lo que merece tu energía y lo que solo la drena, entre la prisa que desordena y el ritmo que sostiene.

Yo intento recordar eso cada día. Que no siempre puedo elegir la roca, pero sí puedo elegir el ritmo, el agarre, el momento de empujar y el momento de parar. Que el esfuerzo, si está guiado por el sentido, no es un castigo, es pertenencia; es la manera en que te comprometes con lo que dices amar. Que la repetición, si se vive con atención, se convierte en una forma de meditación: una coreografía sobria donde los gestos mínimos —preparar la mesa, abrir el cuaderno, cerrar las notificaciones, beber agua, estirar los hombros— le dicen al cuerpo y a la mente que ya es hora de subir. Que incluso el cansancio puede tener belleza si se le quita la queja y se le añade cuidado: dormir a tiempo, respirar más hondo, pedir ayuda cuando toca, decir que no sin culpa, agradecer lo que sí avanzó aunque la cima siga lejos. En ese terreno pequeño pero sagrado de las microdecisiones —cómo empiezo, cómo paro, cómo me hablo cuando fallo— se juega, en realidad, toda la libertad de Sísifo.

Conclusión: el sentido como elección diariaLa historia de Sísifo no habla de desesperación, sino de conciencia. Habla de la lucidez de quien reconoce que la vida, aunque a ratos parezca absurda, sigue siendo valiosa precisamente porque no está garantizada, porque se hace en el acto de vivirla. No hay contrato de sentido: hay una decisión diaria. Empujar no es solo avanzar, es decirle al mundo —y a uno mismo— que todavía te importa. Que cada empuje cuenta, aunque nadie lo vea, porque deja un surco invisible en el carácter. El alma no se fortalece cuando alcanza la cima, sino cuando vuelve a intentarlo con menos ruido y más verdad, cuando elige la postura que no humilla, cuando recuerda que la dignidad no depende del resultado sino del modo de estar en la cuesta.

De Sísifo aprendemos a no confundir esperanza con fantasía. La esperanza madura no promete que la piedra se quedará arriba; promete que, pase lo que pase, no vas a traicionarte. Aprendemos también a domesticar la prisa, a hacer del descenso un taller, a reconocer la diferencia entre cansancio y agotamiento del alma, a honrar los rituales que sostienen sin aplauso: abrir el cuaderno, apagar las notificaciones, beber agua, llamar a quien importa, ordenar lo pequeño para que lo grande no te aplaste. Aprendemos que el amor —al oficio, a las personas, a uno mismo— se escribe en presente continuo.

La vida cotidiana, vista desde este mito, deja de ser un trámite y se vuelve una artesanía: limpiar sin furia, estudiar sin dramatismo, trabajar sin convertir la identidad en número, cuidar sin heroísmos que luego reclaman factura, descansar sin culpa. Sísifo nos enseña que la libertad no es cambiar de montaña cada semana, sino elegir con quién y cómo subes ésta. Y que la compasión empieza por casa: tratarte como tratarías a alguien que quieres cuando tropieza en la misma piedra. Si somos capaces de mirar así nuestras rocas, también miraremos mejor las ajenas: comprenderemos que el emprendedor que abre la persiana cada mañana, la enfermera que encadena turnos, la madre que concilia, el estudiante que repasa lo mismo por quinta vez, no están repitiendo por inercia, están haciendo mundo.

Yo seguiré empujando mi roca. No por obligación ni por orgullo terco, sino porque en ese gesto silencioso reconozco mi humanidad y el privilegio de poder elegir mi ritmo. A veces subiré mejor, otras peor; habrá días de llegar alto y días de quedarme a mitad. Lo importante será no perder el hilo de lo que me sostiene: una atención serena, una risa breve en mitad de la cuesta, una gratitud pequeña por lo ya andado. Si caigo, bajaré con respeto; si subo, subiré sin alardes. Y volveré mañana, no a conquistar una cima, sino a honrar un camino.

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La libertad de cómo empujar

Y si tú también estás ahí, empujando la tuya, que sepas que no estás solo. Las montañas son diferentes, pero la fuerza es la misma y se contagia. Hay una comunidad silenciosa de caminantes que, sin conocerse, se reconocen en la forma de agarrar la piedra. Nos une el acto de no rendirnos, la serenidad firme de saber que, aunque la piedra vuelva a caer, mañana tendremos la oportunidad de subirla mejor, con un milímetro más de técnica, con un gramo más de paciencia, con un centímetro menos de orgullo. Nos une la certeza humilde de que cada intento dibuja carácter y abre un hueco para que otros descansen un momento en nuestra estela.

Quizás ese sea, al final, el verdadero secreto de Sísifo: que ha comprendido que la eternidad no es una condena, sino un escenario infinito para seguir perfeccionando su manera de empujar, una escuela de atención donde el premio no es la cima sino el temple. Y quizá también el nuestro: entender que la vida no se gana ni se pierde en una sola subida, sino en la constancia de volver a tomar la roca con una mano más abierta, con una mirada más limpia y con un corazón menos ruidoso.