Busto clásico junto a objetos modernos, símbolo del estoicismo en tiempos de IA

Estoicismo en tiempos de IA: serenidad, criterio y acción

Un viaje entre filosofía antigua y herramientas digitales: cómo aplicar la serenidad estoica para convivir con la inteligencia artificial sin perder el criterio.

Parte 1 del artículo

Estoicismo en tiempos de IA: serenidad, criterio y acción

“Tienes poder sobre tu mente, no sobre los acontecimientos; date cuenta y encontrarás la fuerza.” — Marco Aurelio“Sufrimos más a menudo en la imaginación que en la realidad.” — Séneca

Por qué escribo esto ahora

Vivo rodeado de pantallas, alertas que saltan a deshora y modelos que escupen párrafos como si tuvieran café en las venas. Entre tanto ruido, hay una certeza que me salva el día: mi paz y mis decisiones dependen de mí. No de la última actualización, no del algoritmo caprichoso, no de la agenda ajena. Por eso vuelvo una y otra vez al estoicismo. No como postureo intelectual, sino como herramienta de trabajo. Y sí, lo uso a la vez que la inteligencia artificial sin perder el volante. La clave es recordar quién conduce.

Esa certeza no me vino en una meditación épica, sino en un martes mediocre. Reuniones eternas, expectativas cruzadas, la sensación de ir apagando fuegos a cubos de plástico. Tenía abiertas más pestañas que neuronas disponibles. Cerré el portátil, dejé el móvil boca abajo y me quedé mirando un folio en blanco. Noventa segundos de respiración —cronómetro real, no metáfora— y tres líneas escritas con letra fea: qué controlo, qué no, y qué voy a hacer ahora mismo. Fue como recuperar el timón en mitad de una marejada. Desde entonces repito ese gesto a diario. La IA me ayuda a pensar, a ordenar, a acelerar. El juicio lo pongo yo. Cuando lo olvido, la realidad me da una colleja: se cae un servicio, falla una API, un modelo cambia de humor sin avisar. Si me aferro a lo que no controlo, me hundo con el barco; si vuelvo a lo que sí, salgo a flote y además aprendo.

Lo curioso es que con el tiempo también cambió mi manera de estar en redes. Antes respondía con el dedo rápido, como si cada comentario agrio fuese un incendio que apagar. Hoy tengo otra regla: antes de contestar, vuelvo a la respiración y me pregunto si de verdad hay algo que decidir aquí. Casi siempre la decisión es no entrar. La energía que ahorro se la doy a lo que depende de mí: construir mejor, ayudar mejor, explicar mejor. Eso es lo que me interesa entrenar.

La filosofía clásica en diálogo con la modernidad
La filosofía clásica en diálogo con la modernidad

Parte 2 del artículo

De dónde viene lo estoico (y por qué me sirve hoy)

El estoicismo nació en los pórticos de Atenas con Zenón de Citio, sí, pero no brotó de la nada. Hay una historia que me gusta porque suena a comienzo de película: Zenón, comerciante fenicio, naufraga y llega a Atenas con lo puesto. Entra en una librería, se topa con un volumen sobre Sócrates, pregunta dónde se aprende a vivir así y acaba de discípulo de Crates, un cínico que enseñaba con ejemplo y descaro. No sé cuánto hay de leyenda, pero me sirve: uno no elige siempre lo que le pasa; sí puede elegir qué hace con lo que le pasa.

Antes de esa escena, la conversación ya venía de lejos. Está Sócrates, con su manía de convertir la ética en ejercicio diario y no en discurso de taberna. Están Antístenes y Diógenes, los cínicos, que defendían una vida sencilla y una independencia de juicio casi insolente. Resuena Heráclito con su logos, esa idea de que hay un orden en el mundo que no se dobla a nuestros caprichos. Los megáricos aportan gusto por el argumento fino, y los cirenaicos obligan a afinar cuando hablan del placer. Con todo eso, la Stoa se construye en tres plantas: física, lógica y ética, como quien levanta una casa con estructura, cableado y vida dentro.

La Stoa temprana pone los cimientos. Cleantes canta al orden del cosmos como quien entona una letanía. Crisipo, el gran ingeniero del sistema, encaja la lógica con la ética y levanta un método para pensar sin hacerse trampas. La Stoa media, con Panecio y Posidonio, abre ventanas y se mezcla con la vida pública: política, historia, ciencia de su época. Roma escucha y adopta ese tono. La Stoa tardía baja la filosofía al suelo. Séneca escribe cartas a un amigo sobre cómo no malgastar la vida. Musonio Rufo da clase a quien quiera, esclavos y aristócratas incluidos, y habla de cocina y descanso como asunto filosófico. Epicteto convierte en manual su distinción clave entre lo que depende de nosotros y lo que no. Marco Aurelio, entre campañas y despachos, se escribe a sí mismo para gobernarse antes de gobernar nada. En ese arco, la polis clásica se disuelve, el mundo se hace imperial y cosmopolita, y la gente busca un modo de estar de pie cuando todo alrededor cambia. Me suena.

Cuando me meto un poco más en el taller aparecen palabras raras que, traducidas, se vuelven herramientas. Oikeiosis es ese movimiento por el que me hago propio lo que al principio me era ajeno y amplío mi círculo de cuidado: de mí a mi gente, de mi gente a mi ciudad, de mi ciudad al mundo. Kathekon es lo que toca hacer aquí y ahora, aunque no sea heroico ni dé likes. Prohairesis es el núcleo de elección racional que nadie puede arrebatarme si lo cuido. Sympatheia es esa intuición de que todo está conectado y que mis decisiones tienen ecos que no veo. Pneuma es la tensión vital que sostiene las cosas en la física estoica; no necesito firmar cada detalle metafísico para quedarme con el mensaje: vive conectando causas y efectos, sin magia, pero con asombro. Y me guardo dos joyas para el bolsillo: phantasiai, las impresiones que llegan sin pedir permiso, y sunkatáthesis, el asentimiento con el que decido si me caso o no con esas impresiones. Ahí hay un puente directo con la IA.

La amistad y la sencillez epicúrea
La amistad y la sencillez epicúrea

Parte 3 del artículo

Epicuro y yo: menos pelea de bandos, más vida vivida

Hay otra familia con la que el estoicismo discute y, a su manera, se da la mano: el epicureísmo. A veces se les pinta como rivales, pero yo veo puentes. Epicuro habla de ataraxia, esa tranquilidad que nace cuando distingues entre deseos naturales y necesarios —comer, descansar, tener techo, tener amigos— y deseos que son puro capricho con resaca emocional. Propone un placer prudente: más pan y olivas con amigos que banquetes alocados; más paseo al sol que vitrina. Su tetrafármaco —no temer a los dioses, no angustiarse por la muerte, lo bueno es fácil de conseguir, lo malo es fácil de soportar— suena muy bien en un mundo que confunde deseo con necesidad cada cinco minutos. Los estoicos, por su parte, clavan otra idea: la virtud como único bien; la salud, la riqueza o la reputación como preferibles, sí, pero no esenciales. Mezclo las dos intuiciones y me sale un plan de vida sensato: serenidad por dentro, sencillez por fuera, placeres que no pasan factura, una mesa compartida, un jardín —literal o figurado—, y un compromiso sereno con actuar bien aunque nadie aplauda.

Me gusta además lo que Epicuro dice de la amistad como refugio práctico. No hablo de una red de contactos para hacer negocios: hablo de gente con la que puedes ser tú sin disfraz, comer simple, hablar sin pose. Eso también es tecnología de la felicidad. Y sí, su física atomista no es la mía, pero cumple su función: quitar miedos metafísicos que solo añaden ansiedad. Yo no quiero guerras de bandos filosóficos; quiero herramientas que funcionen cuando el día se tuerce.

Lo que controlo frente a lo que no controlo
Lo que controlo frente a lo que no controlo

Parte 4 del artículo

Lo que controlo y lo que no (y por qué me lo repito tanto)

Séneca y Marco Aurelio me enseñaron a separar dos cajas. En una va lo que depende de mí: mi atención, mis objetivos, los datos que elijo mirar, cómo formulo las preguntas, las revisiones que hago, las decisiones que firmo con mi nombre, mi ética y la cadencia de trabajo que impongo al día. En la otra caja vive lo que no controlo: la siguiente versión de un modelo, el algoritmo voluble de una red, la volatilidad de las plataformas, el humor del mercado, los sesgos del mundo. La inteligencia artificial, por potente que sea, vive oficialmente en esa segunda caja: me ayuda, pero no manda. Mi carácter y mi juicio se quedan en la primera. Cuando lo recuerdo, uso la IA sin que me use.

Para no perderme he destilado un ritual sencillo. Empiezo con una intención corta, como quien enciende una vela mental. Antes de abrir nada, escribo en una frase el resultado que quiero conseguir. Luego traduzco ese resultado a una acción física concreta: teclear, llamar, revisar, decidir, publicar. Si la acción no cabe en un verbo y un objeto, es que aún no he pensado lo suficiente. Ese filtro me ahorra una cantidad de cansancio invisible que no sale en ninguna gráfica, pero se nota al final de la semana. Y cuando el día viene torcido, aplico la premeditatio malorum: me imagino los baches antes de encontrarlos para que no me pillen de sorpresa. No es pesimismo; es poner casco.

Las tres disciplinas, bajadas al suelo

Primero, la percepción: ver claro antes de correr. Aquí soy un poco cabezota. Desconfío de la primera impresión, pido contexto y contraste, y trato de pillarme mis propios sesgos a tiempo —el de confirmación, el de disponibilidad, todos esos filtros que nos hacen creer lo que nos apetece creer—. Con IA esto es oro. Le pido borradores, sí, pero también le pido que me contradiga con ganas. Que haga de abogado del diablo, que me señale falacias, que me devuelva escenarios con supuestos claros. Si noto demasiada seguridad para tan poca evidencia, levanto la ceja y vuelvo a las fuentes. Prefiero un “todavía no lo sé” honesto a un “sí rotundo” apoyado en humo. Y aquí el paralelo con las phantasiai es directo: la IA también genera impresiones; yo decido si les doy mi asentimiento o no. Si me caso con la primera salida del modelo, el error es mío.

Luego viene la acción. No es hacer más, es hacer lo que toca. Sin IA, cojo lo importante y lo planto en el calendario. Lo convierto en una acción que se pueda hacer en el mundo real, con cuerpo. Con IA, delego lo repetitivo y me guardo el cerebro para lo que de verdad no puedo subcontratar: negociar con calma, crear con intención, decidir con criterio cuando la jugada es de una sola puerta y no admite marcha atrás. Me ayuda escribir la estructura antes del texto, transformar procesos difusos en pasos claros, elegir de antemano cómo decidiré entre variantes. A veces publico una versión suficiente hoy y reservo la perfección para otro momento. No es resignación: es estrategia contra el perfeccionismo que mata proyectos.

La tercera es la voluntad. El temple que sostiene lo demás cuando la emoción está baja. Sin IA, es la vieja disciplina: tolerar la frustración, volver al propósito cuando me pierdo, no hipotecar la semana por un mal día. Con IA, es aceptar sin drama lo que la tecnología ya hace mejor, integrarla con límites claros y blindar mis bloques de concentración. Antes de cada sesión me recuerdo mis reglas. Y cuando noto que el plan se hace montaña, lo reduzco a lo mínimo que puedo hacer hoy. Prefiero sumar centímetros cada mañana a vivir del arreón esporádico que no se repite. Cuando me tienta el FOMO tecnológico, me repito un mantra: exprime lo que ya tienes.

Un busto clásico frente a un portátil moderno
Un busto clásico frente a un portátil moderno

Parte 5 del artículo

Del pórtico a la pantalla: hilos que siguen vivos

Lo que más me gusta del estoicismo es que no se quedó en mármol. Se filtró por grietas que hoy seguimos usando. La terapia cognitivo‑conductual bebe de Epicteto cuando recuerda que no nos tumba lo que pasa, sino lo que nos contamos sobre lo que pasa. Albert Ellis y Aaron Beck lo convirtieron en método y millones de personas han aprendido a desmontar pensamientos que les hacían daño. La psicología contemporánea recogió esa intuición en enfoques como la ACT de Steven Hayes, que suena a gimnasia estoica con vocabulario moderno: aceptar lo inevitable y comprometerse con valores claros. El mindfulness secular —sin mística de postal— me recuerda a esa vigilancia serena de mis impresiones que pide Marco Aurelio antes de desayunar. Michel Foucault habló de “tecnologías del yo” y yo sonrío: diario, revisión, hábitos; suena a Stoa con jersey.

En el mundo de las decisiones bajo incertidumbre me encuentro ecos por todas partes. Los bucles OODA de John Boyd —observar, orientar, decidir, actuar— son el reverso táctico de las tres disciplinas estoicas. El kaizen japonés, con su mejora continua y su alergia al drama, también huele a Stoa aplicada. Esa distinción de Jeff Bezos entre decisiones de una y dos direcciones podría estar tatuada en el foro romano: prueba rápido lo reversible, enciende todas las luces antes de lo irreversible. Viktor Frankl me enseña logoterapia desde otro ángulo: entre el estímulo y la respuesta hay un espacio, y en ese espacio elijo. ¿Hace falta decir más?

En mi estantería de hoy hay autores que, sin toga, me entrenan el carácter. Nassim Taleb conversa con Séneca cuando habla de exponerse al lado bueno del azar y cubrirse del malo. Cal Newport defiende el trabajo profundo como quien ha desayunado con Marco Aurelio. James Clear baja la constancia al terreno de los hábitos microscópicos y medibles. Annie Duke me enseña a decidir mejor sin inventarme certezas. Massimo Pigliucci, Donald Robertson o John Sellars han devuelto el estoicismo a la conversación pública con rigor y sin caricatura. Martha Nussbaum, desde la crítica, me obliga a no convertir la serenidad en excusa para mirar a otro lado. Y, si me apuras, el minimalismo digital y la economía de la atención son primos lejanos: menos ruido, más vida dentro.

IA, valores y dirección: cómo lo hago en la práctica

No quiero que la IA me sustituya el criterio. La uso como un buen sparring: me prepara, me cuestiona, me acelera. Si tengo una negociación, le pido que se ponga en la piel del otro y me devuelva objeciones feas para llegar listo. Si voy apurado de tiempo para publicar, le pido estructura y me quedo con el tono humano. Si el proyecto es incierto, le pido escenarios y riesgos con probabilidades razonables y luego decido qué amortiguadores pongo. Cuando algo externo falla —una API, un modelo, un servicio—, recuerdo a Marco Aurelio y vuelvo a lo controlable: mi actitud y mi siguiente acción. Ese mantra me ha ahorrado disgustos y horas muertas. Cuando salen bien las cosas, también me recuerdo otra lección: no soy un genio; he tenido suerte alineada con trabajo. Agradezco y sigo.

En mi día a día la IA es más taller que altar. No le rezo, la uso. Me ayuda a escribir sin atragantarme, a ordenar ideas como se ordena un cajón, a convertir intuiciones en borradores que luego yo afino. Le pido que me señale sesgos, que vuelva procedimientos confusos en recorridos claros, que haga de opositor cuando me enamoro de una idea. Y me pongo límites. No abro la herramienta sin escribir antes el resultado que quiero. No persigo el juguete de moda si aún no exprimo el que tengo. Documentar fuentes y supuestos, revisar con otra persona lo que es ético o legalmente delicado y respetar la autoría ajena no me hace lento: me deja dormir mejor. Un día de sueño decente hace más por mi productividad que diez trucos de teclado.

Me sirve mucho otra práctica clásica: la “vista desde lo alto”. Los estoicos la usaban para bajar el ego y ganar perspectiva. Yo la hago con ayuda de IA cuando pido un resumen del asunto desde el punto de vista de cada parte implicada: cliente, proveedor, equipo, usuario final. Es una versión digital de subirme a un mirador y mirar la ciudad entera. No resuelve todo, pero ordena la cabeza y me vuelve menos reactivo.

Aprender de los tropiezos en la niebla
Aprender de los tropiezos en la niebla

Parte 6 del artículo

Tropiezos que me han enseñado más que un curso

También me como marrones por culpa mía. Abro la IA sin objetivo y me pierdo en una selva de ocurrencias brillantes que no necesitaba. Me pilla el perfeccionismo y confundo “mejorarlo” con “no entregarlo nunca”. Celebro actividad —mil mensajes, mil pestañas— y llamo “progreso” a lo que solo era cansancio. Cuando detecto esos desvíos, vuelvo al folio: una línea con el resultado, una acción física y al calendario. Pido un borrador feo y lo arreglo. Y si noto que estoy entregando el volante, pido contraargumentos duros o saco el tema a un humano de confianza. Mano izquierda con el ego, mano firme con el proceso. No busco tener siempre razón; busco avanzar con menos teatro.

Aprendí también a no convertir la filosofía en excusa. El estoicismo no me autoriza a aguantar lo inaguantable ni a mirar para otro lado cuando toca actuar. Tampoco el epicureísmo me da permiso para esconderme en placeres tibios y olvidar mis responsabilidades. Si algo me incomoda, lo miro de frente; si tengo que pedir perdón, lo pido; si toca cortar por lo sano, corto. La serenidad no es pasividad. Es estar despierto. Y para recordar que el tiempo es finito, a veces me regalo un memento mori discreto: no para ponerme lúgubre, sino para darle peso a mis horas.

Lo que me sostienen Séneca, Marco Aurelio, Epicteto… y también Epicuro

A Séneca lo releo cuando siento que el tiempo se me escapa entre los dedos: me recuerda que el tesoro no es el calendario lleno, sino vivir de cara a lo que importa. Con IA eso significa delegar lo mecánico para quedarme con pensar y decidir, usar resúmenes para blindar mi agenda y quitarme miedos imaginarios. Marco Aurelio me ordena la cabeza: la calidad de mis pensamientos decide la calidad de mi vida. De él saco mis pequeños rituales de foco y mi alergia a dramatizar lo que es solo externo. Epicteto me pone un espejo: si algo me perturba, quizá no sea el hecho, sino mi juicio sobre el hecho. Y cuando necesito suavizar aristas, llamo a Epicuro: bajo una marcha, comparto mesa, salgo a caminar, elijo placeres que no piden intereses. El jardín y la stoa no se pisan; se complementan.

Me gusta añadir aquí un apunte sobre Musonio Rufo, ese profesor de Epicteto que defendía que la filosofía es cosa de cocina y de mercado, no solo de aula. Si Musonio viviera hoy, le imagino ajustando listas de la compra, enseñando a dormir bien, apagando notificaciones y recordándonos que más vale un pequeño hábito sólido que un plan perfecto enmarcado. Ese espíritu me ayuda a no convertir el estoicismo en cita para redes, sino en pan de cada día. Y, ya que hablamos de puentes, dejo constancia de otra influencia silenciosa: Cicerón, que sin ser estoico hizo de traductor y de puente, y me presta lenguaje para hablar de deberes y de vida pública sin sonar a mármol.

Un domingo de calma y reflexión
Un domingo de calma y reflexión

Parte 7 del artículo

Mi domingo por la tarde

He adoptado un pequeño rito semanal. Veinte minutos, nada heroico. Recuento con honestidad qué ha salido y qué he aprendido, elijo tres prioridades reales —no deseos bonitos— y las coloco en el calendario, busco una mejora de proceso apoyada en IA aunque sea mínima —convertir un texto en checklist, automatizar un paso, plantillar un documento—, reviso mis hábitos de soporte —sueño, foco, una revisión diaria breve— y los ajusto como quien afina un instrumento. No me sale perfecto casi nunca. Me vale con que me salga suficiente y repetible. Lo que repito me construye; lo que no, se disuelve. A veces cierro el domingo con un paseo sin auriculares. Camino y dejo que el cerebro haga su digestión. Pienso la semana que llega no como una batalla épica, sino como una serie de encuentros con lo real. No siempre me entusiasma lo que toca, pero cada vez tolero mejor esa mezcla de intención y aceptación. Me digo: haz lo tuyo; deja que el resto sea del resto.

Qué abro cuando pierdo el norte

Cuando me noto desorientado, no busco una cita para Instagram, busco herramientas. Meditaciones de Marco Aurelio me recuerda que el primer gobierno es el de uno mismo. Las Cartas a Lucilio de Séneca me hablan como un amigo práctico al que le da igual caer bien. El Enquiridión de Epicteto es ese manual de bolsillo que te pone otra vez en la raya: controla lo controlable y no te dejes arrastrar por el teatro de los acontecimientos. El Jardín de Epicuro me devuelve la serenidad que se bebe despacio. Y a veces abro a Martha Nussbaum para recordar que la compasión, bien entendida, también es músculo ciudadano; no quiero una serenidad que me haga de piedra.

Cierro con algo muy simple

Hoy puedo escribir una intención del día en una línea, pedir a la IA un esquema útil para mi tarea clave, cerrar todo lo demás durante veinticinco minutos y terminar con una pequeña premeditatio malorum que me anticipe baches. Puedo registrar un aprendizaje y una mejora de proceso mientras aún tengo fresca la jornada. Si hago solo eso, ya honré mi parte. La serenidad no es un destino; es una práctica. Y la inteligencia artificial, bien usada, no compite con esa práctica: la amplifica. El resto —los fuegos artificiales, el FOMO, las promesas mágicas— que se quede fuera. Aquí dentro mando yo.

Resumen: El estoicismo nace en Atenas, dialoga con el cinismo y con Sócrates, conversa con Heráclito y los megáricos, se arma con Crisipo y se hace cotidiano con Musonio, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. El epicureísmo le discute y a veces le da la mano: serenidad, amistad y placeres sin deuda. En el siglo XXI, la psicología y la empresa reciclan esas ideas: de Ellis y Beck a la ACT, pasando por Frankl, Taleb, Newport, Clear, Pigliucci, Robertson o Nussbaum, junto a kaizen, OODA y minimalismo digital. Con IA, la regla es la de siempre: yo pongo el criterio y la herramienta pone la fuerza. Menos ruido, más temple y más vida vivida en lo que depende de mí.

Murcia, Agosto de 2025
El Chimpancé Inquieto